Homilía del Señor Arzobispo para la Fiesta de todos los Santos
“Al ver el gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos y él se puso a hablar enseñándoles” (Mt. 5, 1-12)
El Evangelio de hoy comienza diciendo que Jesús “al ver el gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos y él se puso a hablar enseñándoles”. Ante la presencia de las multitudes Jesús reacciona subiendo a la montaña. La montaña simboliza el “lugar de Dios”. Jesús vive permanentemente anclado en ese “lugar de Dios”. Cuando Jesús sube a la montaña y se sienta hay un gentío en aquel entorno, pero sólo “los discípulos se acercan” a Él para escuchar mejor su mensaje. Nosotros, ¿qué escuchamos hoy al acercarnos a Jesús? ¿Quién escucha? Jesús comienza a desgranar las bienaventuranzas: “Dichosos”. La palabra griega “macarios”, que se traduce por dichosos, es una especie de felicitación: ¡qué suerte tenien! No comienza Jesús diciendo “tienes que”, sino diciendo “¡Dichosos!”, “¡qué suerte!”, “¡qué bien!”.
“Dichosos los pobres en el espíritu porque suyo es el Reino de los Cielos”. Los pobres de espíritu (corazón) son los que no se apoyan en las falsas riquezas porque se han encontrado con la verdadera riqueza en su interior. Y son dichosos, felices, y tienen suerte porque tienen a Dios por Rey, porque encuentran en Dios su riqueza. Es una llamada a romper con la ambición de tener y a romper también con la ¡idolatría del dinero” que ha creado este capitalismo financiero que tanto sufrimiento está causando en nuestro mundo.
“Dichosos los sufridos porque heredarán la tierra”. “Dichosos los sufridos” porque han liberado su corazón del resentimiento y la agresividad. Dichosos los que están llenos de mansedumbre. No una mansedumbre dulzona y superficial sino una mansedumbre hecha de equilibrio, de calma y de amabilidad. Los que viven la mansedumbre son un regalo para este mundo lleno de violencia y agresividad. No es un buenista, no entra a competir con los otros. A éstos Jesús les promete, no la posesión de un terreno, sino la tierra de la plena libertad.
“Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados”. Se trata del sufrimiento que es fruto de cualquier tipo de opresión y Jesús promete el consuelo porque Él trae la liberación definitiva a todo ser humano. Jesús mismo ha llorado públicamente. El llanto expresa la pasión por la vida. Con esos que lloran es posible crear un mundo mejor y más digno. Dios es el verdadero consuelo más allá de toda palabrería.
“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia”. Quiere decir que todos aquellos para los que la justicia es tan necesaria como la comida y la bebida, Jesús les promete que ese anhelo va a ser saciado. Dichosos «los que tienen hambre y sed de justicia», los que no han perdido el deseo de ser más justos ni el afán de hacer un mundo más digno.
“Dichosos los misericordiosos”, es decir, los que ayudan a los demás… La misericordia consiste en sintonizar de corazón con el hermano y en actuar en consecuencia, curando sus heridas y devolviéndoles su dignidad. Eso es ayudar a los demás. Dichosos «los misericordiosos» que actúan, trabajan y viven movidos por la compasión. Son los que, en la tierra, más se parecen al Padre del cielo.
“Dichosos los limpios de corazón porque verán a Dios” se refiere a aquellos íntegros, honrados, sinceros, es decir, que todo en ellos es transparencia y sinceridad sin ambigüedades. Es decir, limpios de corazón. A esos, Jesús les promete que verán a Dios, quiere decir, que tendrán una profunda experiencia de Dios en sus vidas.
“Dichosos los que trabajan por la paz” Estos se llamarán hijos de Dios, es decir, se hacen semejantes a Dios, como hijos porque hacen la misma actividad que el Padre, se parecen al Padre que quiere la paz para todos sus hijos..
“Dichosos los perseguidos por causa de la justicia” La sociedad basada en la ambición de poder, de gloria y de riqueza, no tolera la justicia. Por eso, la persecución, las dificultades que encuentran aquellos que son fieles al Evangelio, pero su recompensa será la experiencia de que Dios reina sobre ellos, de que Dios es su Rey.
Todo el Evangelio es un mensaje de felicidad y alegría. Las Bienaventuranzas son los gritos de alegría de Jesús ante la sensación con la que Él vive la proximidad del Reino de Dios. Pero es Jesús es el que realmente encarna las Bienaventuranzas, Jesús es el pobre, el manso, el misericordioso, el que llora, el que trae la paz y el perseguido a causa de la justicia… Las Bienaventuranzas sólo se pueden comprender desde dentro, desde la llegada del Reino en la persona de Jesús.
Hoy, Fiesta de todos los santos, recordamos a una multitud de santos y santas sin corona ni altar, gente corriente (como nosotros), que han vivido de manera sencilla pero que han comunicado paz, que han sido auténticos, que han entregado su vida generosamente y que participan de una vida plena. Los santos nos demuestran que seguir a Jesús es posible. Estos hombres y mujeres tuvieron defectos, cometieron pecados, no eran perfectos. Si creemos que santo es aquel que hace lo que nadie es capaz de hacer, ya caemos en la trampa del ideal de perfección griega, que durante siglos se nos ha vendido como cristiana. Los santos fueron “como nosotros”, pero creyeron en la alegría del Evangelio. Los santos son candidatos a la alegría. El que sigue a Jesús es aquél que no renuncia a la Alegría, incluso en los momentos difíciles. No una alegría barata como la que nos vende el mercado, sino la Alegría de Aquél que antes de partir nos dejó su Alegría (Jn 15, 11).
En la Fiesta de todos los Santos, en nuestro corazón, podemos decir: Señor, haz crecer nuestro deseo de vivir el espíritu de las Bienaventuranzas: la alegría, la paz y la felicidad de encontrarnos contigo.